Un relato casi de piedra

 
Un relato casi de piedra.









En una cueva al pie de una colina, donde el viento susurraba secretos antiguos, la abuela llamada Piedra antigua, de piel curtida y ojos que parecían guardar la memoria de las estrellas, se sentaba junto al fuego con su nieta Neo. La niña, de cabello trenzado con fibras de lino, jugaba con una pequeña figura de arcilla mientras la abuela comenzaba su relato.

"Hija mía", dijo con voz grave, como el rumor de un río, "hubo un tiempo en que nuestras gentes caminaban libres, siguiendo los pasos del ciervo y el uro, guiadas por la luna y las estaciones. Sabíamos cuándo el salmón subía los ríos, cuándo los frutos maduraban en los bosques, y cuándo las aves cruzaban los cielos. Cada especie tenía su danza, su entrada en celo, y nosotros lo honrábamos. Éramos parte de esa gran rueda del mundo".
La nieta alzó la vista, intrigada. "¿Y qué pasó, abuela?"
La anciana suspiró, removiendo las brasas con un palo. "Llegaron los cereales, pequeña. Al principio, parecían un regalo. Los granos dorados crecían en la tierra, y algunos de los nuestros donde antes miraban las estrellas para seguir la caza, ahora miran las nubes para rogar por la lluvia.
Pero con los campos llegó un cambio en el corazón de las gentes. No todos, pero algunos... sus ojos se volvieron estrechos, fijos en la tierra que arañaban, en las semillas que contaban. Olvidaron mirar el cielo, las estrellas que nos hablaban de las lluvias por venir. Olvidaron los ciclos de las bestias, los tiempos de celo y nacimiento, porque ahora solo importaba el ciclo del trigo: sembrar, esperar, cosechar".
La niña frunció el ceño. "¿Y por qué cambiaron, abuela?"
"Los cereales atan, hija", respondió la anciana, su voz cargada de tristeza. "Quien siembra no puede irse lejos. Las gentes comenzaron a construir casas de barro, a quedarse en un solo lugar. Sus manos, que antes tallaban puntas de lanza o tejían cestas, ahora solo molían grano. Sus corazones, que cantaban con el viento, se llenaron de números: cuántos granos guardar, cuántos plantar. Algunos se volvieron codiciosos, querían más tierra, más grano, más poder. Las historias de los animales, de las estaciones, de los espíritus del bosque... se fueron desvaneciendo, reemplazadas por cuentas y promesas de cosechas".
La nieta apretó la figurita de arcilla. "¿Y ya no saben de las estaciones?"
"No como antes", dijo la abuela, mirando el fuego. "Ahora ven la primavera como tiempo de siembra, el verano como espera, el otoño como cosecha, y el invierno no cuenta. Pero no ven el latir del mundo, el despertar de los osos, el vuelo de las grullas. Han cambiado la gran danza de la vida por un solo paso repetido. Y con eso, algunos han olvidado quiénes son, de dónde vienen".
La niña se acercó más a la abuela, sus ojos brillando con el reflejo de las llamas. "¿Y nosotras, abuela? ¿También olvidaremos?"
La anciana sonrió, acariciando la cabeza de su nieta. "No, pequeña. Mientras escuches estas historias, mientras honres el paso de las nubes y el canto del lobo, llevarás el viejo conocimiento en ti. Los cereales pueden alimentar el cuerpo, pero solo la memoria de la tierra nutre el espíritu. Guárdala, y enséñala cuando seas vieja como yo".
El fuego crepitó, y fuera de la cueva, la noche envolvió el mundo. La nieta, abrazada a su abuela, sintió que las estrellas aún les hablaban, y prometió no olvidar.



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